Es muy común que cuando en una compañía se comienza a pensar en el nombre de una marca para su producto o servicio lo primero que surja sea: debe ser un nombre “bonito”, corto y muy fácil de recordar.
Sin embargo, cuando esta tarea llega a manos profesionales, se pone en marcha un cuidadoso proceso de trabajo denominado “Naming”.
Es al final de este proceso cuando estaremos en condiciones de ponerle nombre a la marca.
Este nombre es el centro vital de la identidad, es el que le aporta personalidad a la marca. Es la primera historia corta que contamos.
El naming definirá el bienestar o no en el futuro de esa marca.
Si bien este proceso parece ser puramente creativo, en él sólo intervine un 20% la creatividad, el 80% restante se lo lleva el análisis y las desiciones políticas relacionadas con la competencia, el producto y la empresa, que siempre hay que contemplar.
Cuanto más preciso sea este proceso, aquellas creencias y asociaciones que se generen alrededor de ese nombre determinarán un diferenciador de la marca, que le dará valor y sustento para cumplir con los objetivos.
Un buen nombre de marca termina siendo aquel que alcanza el posicionamiento deseado, cuando el público reconoce los atributos del producto simplemente conociendo la marca, algo que va mucho más allá de cual sea el nombre elegido.
De hecho, la segunda marca más valiosa del mundo en 2019 es APPLE, que en nuestro idioma sería MANZANA, un nombre del montón que seguramente (de no contar con el proceso de naming que nos diera los argumentos necesarios) ninguno de nosotros aprobaríamos para nuestra marca de productos tecnológicos.
De esto se desprende que la mejor creatividad puesta en el diseño del naming no va a hacer magia si el producto no responde a la espectativa generada, a la necesidad del público o si simplemente es malo.
Si no tenés un buen producto el nombre de la marca no te salva. En definitiva, si no tenés un buen producto, no hay marca.